Inútil caminar entre océanos de cuerpos inertes. De repente, luz, un segundo de revelación mística, y la observo. Su túnica blanca, las amapolas de sangre. Respiraba con dificultad; quimérico su empeño en recostarse sobre algo con vida, ya que toda vida volaba por doquier con rumbo incierto. Ella y yo, nadie más. Caos pestilente. Pensé en colores, en pasados. Absurdo desandar apocalipsis, alimentar futuros, cuando la muerte corre desbocada por las venas y baja hasta las entrañas para abrir el grito desgarrador. Y entonces callar, fingir, conservar un mínimo de cordura para despojarse del recuerdo de ayeres luminosos. Algunas horas atrás, el mañana parecía un camino sencillo: extender regueros utópicos que bebía con codicia.
Ahí, sombreados, su túnica manchada, sus ojos huérfanos, el amargo rictus de su boca, y yo: Cuadro jamás soñado, pesadilla, congoja letal.
Un paso hacia ella, mías las amapolas rojas y finalmente, caer.
Ahí, sombreados, su túnica manchada, sus ojos huérfanos, el amargo rictus de su boca, y yo: Cuadro jamás soñado, pesadilla, congoja letal.
Un paso hacia ella, mías las amapolas rojas y finalmente, caer.
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